La Sagrada Escritura, especialmente el Antiguo Testamento (cf. Lv 11,44-45; 19,2; 1Pe 1,15-16), nos enseña que Dios es Santo, el único Santo por excelencia.
Con la palabra santidad, la Biblia designa la absoluta trascendencia, la infinita majestad, la grandeza y la bondad inconmensurable de Dios. Él es el “totalmente Otro”, el único Santo, el “Otro”, distinto de las criaturas.
Ahora bien, a través del bautismo, Dios introduce al ser humano en la participación de su propia vida, y entonces también lo hace partícipe de su santidad. Por lo tanto, la santidad, antes que ser una conquista humana, es un regalo de Dios, que no solamente ha creado al hombre a su imagen y semejanza, dotándolo de inteligencia y libertad, sino que también ha decidido hacerlo partícipe de su santidad.
Sin embargo, la santidad que cada cristiano recibe como una semilla en el bautismo, debe desarrollarse a lo largo de la vida hasta dar frutos de madurez en el amor a Dios y al prójimo, siguiendo el ejemplo de Jesús.
Aunque todos estamos llamados a la santidad, algunos de nuestros hermanos y hermanas han alcanzado este sublime ideal a lo largo de la historia viviendo el amor y las virtudes en grado heroico.
Los santos y santas, al reflejar en su vida la luz del Dios tres veces Santo, son como estrellas luminosas que nos orientan en el camino hacia Él y constituyen la expresión más elevada de lo que cada ser humano está llamado a ser.
Todos los santos y santas han dejado tras de sí una huella de amor y de servicio, por lo cual la Iglesia, después de un arduo y minucioso proceso de investigación y discernimiento sobre algunos de ellos, los ha elevado a la gloria de los altares, proponiéndolos como modelos en el seguimiento de Jesús y como intercesores ante Dios.
Muchos santos no sólo se han distinguido por la heroicidad de sus virtudes, sino que además han derramado su sangre dando fiel testimonio de la fe. A ellos les llamamos mártires.
Con el ejemplo y la intercesión de los santos cobramos aliento para caminar hacia la realización del proyecto que Dios tiene para cada uno de nosotros, desde el carácter inédito de nuestra propia existencia y la originalidad de nuestras características personales puestas al servicio de Dios, de la humanidad y de la Iglesia.